lunes, 7 de enero de 2013

La mejor herencia



Matilde era una mujer piadosa, humilde y llena de hijos, nueve varones en total. Había quedado viuda cuando el menor de ellos tenía solo tres años y la vida había sido muy difícil para ella, pero siempre mantuvo el espíritu en alto y trabajó con toda su alma por ellos y para ellos.
Al crecer, los muchachos se hicieron muy rebeldes y uno a uno fueron dejando la casa, hasta que Matilde se quedó completamente sola. Pasaba el tiempo y ella envejecía, siendo aun joven. Sus hijos no la visitaban, parecía que se habían olvidado de ella. Herida de ingratitud, Matilde lloraba en silencio, en medio de su soledad. Cada año los esperaba el día de su cumpleaños, el día de las madres o para navidad, pero ninguno de ellos aparecía para saludarla.
Pasaron los años y con ellos las esperanzas de Matilde de volver a ver a sus hijos. Un día se sintió muy enferma y fue a ver a un doctor. Le mandó a hacer exámenes, los cuales revelaron que Matilde tenía una enfermedad incurable y le quedaba poco tiempo de vida. Al enterarse de esta fatal noticia, ella pensó en sus hijos, hubiera querido tenerlos cerca, pero estaba resignada, desde hacía tiempo había aceptado su abandono. Al médico le sorprendió la serenidad conque aquella mujer había tomado la noticia. Al día siguiente fue internada en un hospital. El médico le sugirió que pidiera que localizaran a sus hijos, pero ella dijo que lo hicieran solo cuando ella hubiera fallecido, para que recogieran su herencia. El doctor estaba cada vez más sorprendido, ¿qué herencia podría dejar a sus hijos aquella pobre mujer? Ella declaró que era una herencia muy valiosa. El médico pensó para sí: "debe ser una de esas viejitas que tienen una fortuna escondida bajo el colchón y viven una vida miserable..." Ella le entregó un sobre y le suplicó que lo entregara a sus hijos el día de su muerte, cuando estuvieran todos reunidos.
Matilde se fue apagando poco a poco. Todos los días le recordaba al doctor que en cuanto muriera buscara a sus hijos y les entregara el sobre. Finalmente, una mañana soleada, Matilde cerró los ojos para siempre. Murió con una dulce sonrisa dibujada en sus labios y en medio de la triste soledad en la que había vivido. Inmediatamente el galeno se ocupó de "recolectar" a sus hijos, puesto que sin que ella supiera ya se había encargado de investigar el paradero de cada uno de ellos. Los citó en el despacho de un notario, para allí entregarles el sobre que les dejara su madre. Al enterarse de la muerte de Matilde, aquellos nueve ingratos hijos no se conmovieron mucho, lo que sí les causó mucha emoción fue enterarse de que les había dejado una herencia.
El notario procedió a abrir el sobre y sacó una carta amarillenta de su interior. La expectación iba en aumento. El notario dio comienzo a la lectura de la carta: "Hijos míos, Dios sabe cuánto anhelé volverlos a ver, pero El ha de saber por qué no pudo ser así. Cuando el último de ustedes dejó la casa, empecé a morir día a día. Cada fecha importante, tenía la esperanza de que me visitaran, especialmente para el día de las madres...finalmente el tiempo borró esa fecha de mi calendario. Mi corazón se secaba de soledad, pero me propuse una cosa: si en vida nunca pude darles nada valioso, lo debía hacer después de mi muerte, debía dejarles lo que para mí fuera lo más valioso que pudiera darles, así que empecé a trabajar en ello...(El asombro iba en aumento, a la vez que muchos pensamientos codiciosos cruzaban la mente de los herederos)...Hoy he terminado mi trabajo y me he puesto a escribir esta carta, para dejárselas con una buena persona. El mayor deseo de una madre es ver a sus hijos felices. Yo he aprendido cual es la verdadera felicidad y quiero heredársela a ustedes. Hijos, vayan a la casa donde vivieron su infancia y allí, encontrarán debajo de mi cama, una caja que contiene un tesoro, lo he guardado con amor para ustedes. Hagan buen uso de ese tesoro, porque al hacerlo, conocerán la verdadera felicidad...Su mamá, que siempre los amó.
Al terminar de leer la carta el notario, todos se miraron desconcertados. El hermano mayor dijo que no debían esperar más y todos, incluidos el notario y el doctor, fueron a la casa. Cuando entraron al lugar, sintieron un poco de nostalgia por esos días de infancia que habían pasado allí, pero pronto se olvidaron de eso y se apresuraron a buscar debajo de la cama. Efectivamente allí había una caja de cartón, muy bien cerrada. El hermano mayor la sacó de allí y ante la expectación de todos, la abrió. Lo que vieron los decepcionó completamente. La caja no estaba llena de billetes, ni de joyas, ni de títulos de propiedad ni de nada de lo que para ellos hubiera significado la felicidad. El tesoro no eran más que libros. Todos pensaron que su mamá les había querido jugar una broma en represalia por su ingratitud. El notario se acercó para verificar el contenido de la caja, comprobó que eran nueve libros, en cuya cubierta forrada con terciopelo, se podía leer el nombre de cada uno de los hermanos, bordados con gran prolijidad. El doctor tomó uno de ellos, lo abrió y se quedó asombrado. Abrió otro y otro y así pudo confirmar que todos los libros eran Biblias ¡escritas a mano!  El notario hizo que cada uno de los hermanos tomara el libro que le correspondía. "Este es un trabajo extraordinario, solo el amor de una madre, puede hacer posible un trabajo así, tan laborioso y tan hermoso", dijo el doctor. ¿Cuanto tiempo le había tomado a Matilde copiar nueve veces las Escrituras?, nadie lo sabría. Debió ser el trabajo de varios años. ¿Pero por qué simplemente no había comprado unas Biblias para sus hijos?, ¿por qué se había dado tanto trabajo? Entonces el notario se dio cuenta de que cada uno de los libros tenía una flor seca, cuyo tallo hacía de separador. Hizo que cada quien abriera su libro en el lugar donde estaba la flor y notaron que en esa página habían unas palabras subrayadas. Era el libro de Hechos, capítulo 3, versículo 6: "No tengo oro ni plata, pero lo que tengo te doy..." Ahora comprendían el significado de lo que al principio les pareciera decepcionante. Matilde había querido heredarles algo a pesar de su pobreza, había querido demostrarles que a pesar de su ingratitud, ella los amaba y les dejaba lo único que estaba al alcance de sus posibilidades: el trabajo de sus manos y el amor de su corazón, representados en aquella laboriosa obra, que para ella significaba la más valiosa herencia, una herencia de fe, la Santa Palabra de Dios, clave de la verdadera felicidad, que es lo que toda madre desea para sus hijos.
Cabizbajos, fueron saliendo de la casa, uno a uno, con su Biblia bajo el brazo. Un par de días más tarde, el doctor pasó a visitar la tumba de aquella sorprendente mujer. Se asombró al ver algunos cambios allí, la humilde crucecita de hierro, había sido reemplazada por una lápida de piedra, en la que estaban grabadas estas conmovedoras palabras: "A la mejor madre del mundo, quien aun después de su muerte, entregó todo lo que tenía a unos ingratos hijos que nunca supieron valorarla. Perdónanos mamá". Bajo esta leyenda estaban dispersas nueve rosas blancas, cada una de ellas tenía una pequeña etiqueta con un nombre escrito, eran los nombres de los nueve hijos de Matilde. Las flores estaban frescas, las acababan de poner allí esa misma mañana. El médico recordó qué día era aquel y sus ojos se llenaron de lágrimas, ese día era el día de las madres.

Pero si alguna viuda tiene hijos, o nietos, aprendan éstos primero a ser piadosos para con su propia familia, y a recompensar a sus padres; porque esto es lo bueno y agradable delante de Dios.
1 Timoteo 5:4

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